La década jugada
Los recuerdos empiezan a ser borrosos. Como cada gambeta que intentamos, empecinados. Creemos que ya van más de 500 sábados sosteniendo ese rincón de felicidad masculina. Diez años de armar el bolsito, de putear porque hay que madrugar con frío. Todo por un compromiso que no se mancha: esa cosa tan nuestra de juntarnos a jugar a la pelota. Algunos hacen diabólicos equilibrios familiares para estar, otros se guardan el viernes temprano y hasta hay quienes recuperan el hígado con apenas dos horas de sueño. Lo importante es que flamee alta en el cielo la bandera del amor por la pelota, una pasión difícil de transmitir. Lo hemos charlado entre nosotros varias veces y (sin ánimos de polemizar) estamos convencidos de que las mujeres jamás podrán entenderlo aunque que cada vez se calcen más los cortos y lo jueguen.
Al equipo lo bautizamos “Fui a la Pelota”, idea de un socio fundador, gran jugador y raspador profesional. Como anticipando los años que vendrían de llevarse piernas rivales puestas. Y empezamos a jugar un torneo, con todos los chiches: árbitro (valga el homenaje para el gran Rodolfo), tabla de posiciones, ascensos y descensos. En la cancha de Larralde al fondo frente a donde están los atletas de verdad o en Vicente López junto al Río.
Al igual que en la vida, en este recorrido fuimos de todo, héroes, maradonas, patéticos, capos totales, patoteros, habilidosos, felices, flacos y hasta pobres muchachos. Hoy seguimos siendo algo parecido, o al menos creyéndolo. Cuatro o cinco insistimos, tercos, desde el primer día. Integramos el núcleo fundacional, que se encarga de armar la lista en la semana para juntar los 8, de cruzarnos mails con Ale, el organizador capaz de memorizar los apellidos, apodos y tics de 1.675 jugadores.
Ya doblamos el codo de los 40, muchas canas, algunas peladas, hijos, rodillas maltrechas, piques en cámara lenta. Cada vez se nos ponen más de sepia las alegrías concretas, como aquel torneo inaugural en el que ascendimos a la B, como las noches mágicas en las que bajábamos a los punteros. Hace rato que no nos vamos a dormir repitiendo la imagen de ese gol, de la jugada que te infla el pecho y te dibuja una sonrisa interna de goce. Nos importa poco y nada. Disfrutamos de la etapa de la madurez. Astutamente, fuimos incorporando purretes de veintipico y treinta para equilibrar el abultado promedio y disimular nuestros cruces a destiempo, nuestras excursiones al arco rival sin pasaje de vuelta. Deben ser masoquistas, que insisten en no abandonarnos y bancar nuestras histerias. Que histeria se entienda en el más amplio sentido de la palabra y de Freud: el decálogo de frustraciones aparece en la cancha. En la versión light nos fastidiamos cada dos pases. En la heavy (la más habitual) nos puteamos y encanamos cuando el pase llega a más de 10 centímetros del pie hábil (que se confunde con el no hábil) y hace un par de sábados dos casi se van a las manos. Pero tenemos un funcionamiento seudo mafioso: todo queda en “famiglia”.
Mil veces prometimos anotar los nombres de todos los que pasaron por FALP (la sigla del team). Siempre nos da pereza. Calculamos más de 100. Y cada tanto se nos reaparecen en los replay. Históricos como Joaco, Gomito, el Ruso o Manolo dieron un sabio paso al costado. Tal vez porque el tiempo cruel unificó el apodo: Gordo. Y era un lío diferenciar a quién se refería uno. O baluartes de la primera época como el patrón Biscossa, Acelere Zalito, el Negrito Fede o el Batigol Penella. O el pobre Piru, que antes de agarrar la pelota ya lo puteábamos sin causa. O más acá, Ata, que te tiraba chistes en medio del partido, el Jóse, uno de nuestros mártires porque se llevó una mano fracturada por defender los colores. Locura Crespito y Nacho, que están pero no están. O esos amigos, hermanos y cuñados que dieron una mano solidaria enorme para sumarse algún sábado. O inolvidables personajes, generalmente amigos de amigos, como Capusotto (era igualito), un encargado de edificio que vomitaba a lo Messi antes de jugar o hasta un apellido ilustre, como el hermano de Latorre. Recurrimos hasta a un pibe de 17, Fran, sobrino del Buitre. Y aún especulamos con que el cuerpo aguante para cumplir el sueño de tirar paredes con los hijos.
Con mayoría de periodista en el staff, cuesta poco darse cuenta de la cruel realidad: somos un equipo que tiene un poco de cada cosa. Poco juego en el medio, poca marca atrás y poco gol arriba. Pero nos enorgullece saber que entramos en la categoría casi de mito dentro del torneo. Como si fuéramos la máquina de River o el Boca de Bianchi, en Edeba se habla de “los viejos que te complican la vida”. Y los árbitros muchas veces se apiadan. Si hasta me regocija recordar un partido de hace unos años, cuando en plena tarea da ablande y tormento psicológico a un mocoso rival (no pasaba los 22 años), harto de las barbaridades que le decía por lo bajo se plantó y, mirándome a los ojos, me dijo: “Callate, viejo choto”. Si supiera que cada sábado, durante 50 minutos, me siento de su edad.
Está claro que no pasamos por un de los mejores momentos. Nuestra permanencia en la D está complicada. Y sería nuestro el primer descenso “en cancha”, ya que los otros dos fueron en las oficinas. Nos quedan un par de finales, incluido el clásico con Quebracho. Igual estamos bien, metidos. Inclusive ayer reaparecieron los duendes del Maracaná y logramos un empate heroico después de ir perdiendo 5 a 0 en el primer tiempo. Con los viejitos Martín (un crá), Poleto (qué DT), el Buitre, Fede y Lea vamos a tener que repasar conceptos en la semana. A nuestros herederos Nando, Emi, el Ronco, el Colo, Miglia, Arielito, Nico, Juan y alguno más les decimos que no se preocupen. Que llevar diez partidos sin ganar es lo de menos. Vamos por la permanencia. Esta y la eterna. Son 10 años de historia, muchachos. De risas, de pelota, de pertenencia. De década jugada.
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